¿Quién cuida a quienes cuidan? El dilema invisible del siglo XXI
La economía del cuidado: entre lo doméstico y lo político
En las últimas décadas, el debate en torno al trabajo de cuidados ha adquirido una relevancia ineludible. Cocinar, limpiar, acompañar, sostener emocionalmente, cuidar de personas mayores, enfermas o con discapacidad — todas estas tareas, históricamente invisibilizadas, son el motor silencioso de las sociedades. Sin embargo, siguen estando mayoritariamente fuera del reconocimiento económico, jurídico y cultural que merecen.
El cuidado no es solo una cuestión privada. Se ha convertido en uno de los grandes desafíos estructurales del siglo XXI, en el cruce entre crisis demográficas, transformación del trabajo y desigualdades de género. Mientras los Estados recortan servicios públicos y el mercado externaliza lo afectivo, millones de mujeres —porque son ellas en su mayoría— sostienen la vida sin garantías ni descanso.
Un trabajo esencial, sin derechos esenciales
Durante la pandemia, el cuidado emergió con fuerza en los discursos oficiales: se aplaudía a quienes cocinaban en comedores comunitarios, a las enfermeras, a las trabajadoras domésticas. Pero el reconocimiento simbólico no se tradujo, en la mayoría de los casos, en mejoras materiales o jurídicas. En América Latina, por ejemplo, gran parte del trabajo de cuidados sigue siendo informal, sin contratos, licencias, ni seguridad social.
Según datos de la CEPAL, más del 75% del trabajo doméstico remunerado en la región lo realizan mujeres, muchas de ellas racializadas o migrantes. El ingreso promedio en estos sectores es hasta un 40% inferior al salario mínimo, y las condiciones laborales suelen ser precarias. A esto se suma el “doble turno” de las mujeres que, incluso trabajando fuera del hogar, siguen cargando con la mayor parte de las tareas domésticas no remuneradas.
Los cuidados como infraestructura social
Más allá de la esfera privada, cuidar es una forma de sostener lo público. Sin cuidados no hay salud, ni educación, ni trabajo posible. Sin embargo, rara vez se piensa esta labor como una infraestructura. A diferencia de las carreteras o los hospitales, que requieren inversión, planificación y mantenimiento, el trabajo de cuidados se da por supuesto: siempre habrá alguien —generalmente una mujer— que lo haga.
Algunos países comienzan a revertir esta lógica. Uruguay fue pionero en América Latina con su Sistema Nacional Integrado de Cuidados. España incorporó recientemente el reconocimiento de las cuidadoras informales en sus estadísticas nacionales. Estas políticas marcan un giro importante: dejar de tratar el cuidado como una carga individual para asumirlo como un bien común.
El mercado también toma nota
Ante la insuficiencia de políticas públicas, el sector privado ha comenzado a ocupar el vacío. Plataformas de búsqueda de niñeras, asistentes domiciliarios y acompañantes terapéuticos proliferan en entornos urbanos. Algunas startups prometen “optimizar” el cuidado a través de apps, algoritmos y servicios personalizados. Pero este modelo —basado en la lógica de la demanda inmediata— plantea riesgos si no se regula adecuadamente.
Un fenómeno interesante es cómo se incorporan recursos digitales en la vida cotidiana del cuidado, incluso sin relación directa con él. Por ejemplo, ciertos sitios lúdicos como https://crazycoinflipcassino.com.br/ han sido citados en investigaciones sobre rutinas digitales de mujeres cuidadoras que, sin posibilidad de ocio fuera del hogar, buscan formas accesibles de distracción desde dispositivos móviles. Esta dimensión —la del tiempo personal dentro de jornadas ininterrumpidas— es crucial para pensar el bienestar integral de quienes cuidan.
¿Quién cuida la salud mental de quienes cuidan?
Cuidar también implica desgaste emocional. Quienes ejercen esta tarea —ya sea profesionalmente o dentro del hogar— están expuestas a altos niveles de estrés, ansiedad y agotamiento. Sin redes de apoyo ni reconocimiento social, muchas terminan enfermando o viendo afectada su calidad de vida.
En algunas ciudades se han desarrollado redes solidarias de “cuidadoras que cuidan cuidadoras”, promovidas por colectivos feministas, iglesias o centros comunitarios. También han surgido experiencias de formación con enfoque emocional, donde se trabaja la importancia del autocuidado, el reconocimiento del propio límite y la construcción colectiva de soluciones.
Cuidar en clave de futuro
Frente al envejecimiento poblacional, la crisis climática, las migraciones masivas y las transformaciones laborales, el cuidado será uno de los ejes centrales del debate político en las próximas décadas. ¿Quién cuidará a las generaciones mayores cuando no haya suficientes brazos disponibles? ¿Cómo garantizar el derecho a cuidar sin precarizar a quien lo hace? ¿Qué tipo de sociedades queremos construir si no valoramos lo que sostiene la vida?
Reconocer, redistribuir y remunerar el trabajo de cuidados no es solo una cuestión de justicia social: es una condición de posibilidad para el futuro. Y como toda transformación estructural, empieza por algo tan sencillo —y tan complejo— como preguntarse quién cuida a quienes cuidan.